Las campanas que miraron la generosidad

Un pueblo a orillas del Canal del Dique que se abraza en tiempos de necesidad.
  • Cada entrega llevaba un gesto distinto
  • La Policía Comunitaria se reunió en la estación
  • Quince familias, quizá pocas para los que miran los números desde las oficinas de la ciudad

San Cristóbal, ese pueblo que vive respirando la humedad del Canal del Dique, amaneció con un rumor distinto. El agua, que siempre lleva prisa rumbo al Magdalena, ese día parecía moverse despacio, como si también quisiera enterarse de lo que pasaba en las calles polvorientas donde las casas de madera y bloque conviven como viejas amigas. Desde la iglesia de San Roque, las campanas dejaron caer un tañido que se mezcló con el canto de los gallos y el olor a fritos que sale de las esquinas a primera hora.

Entre los viejos palos de mango —que han visto inundaciones, sequías y fiestas patronales— ya corría la noticia: hoy era día de donatón. Sus ramas cargadas, inclinadas por el peso de la fruta madura, parecían observarlo todo con esa sabiduría vegetal de quien conoce la pobreza y la abundancia sin necesidad de palabras.

A un lado de la plaza, don Eusebio, el pescador más antiguo del pueblo, se arrimó con su canoa todavía húmeda de la madrugada. Observaba la actividad desde el borde de la calle, con su sombrero viejo y sus albarcas desgastadas, preguntándose si alcanzaría algo para él o si mejor dejaba que otros, más necesitados, fueran primero. Cerca de él, Rosalba —la señora que vende yucas, ñames y plátanos con la misma alegría con la que reparte consejos— acomodaba su mesa improvisada bajo la sombra, mientras su nieto José Luis perseguía gallinas que se escapaban de un patio vecino.

Fue el viernes anterior cuando la comunidad decidió juntar lo que tenía. No hubo discursos ni megáfonos: solo manos ofreciendo. Una libra de arroz, dos latas de atún, un paquete de velas, un aceite, cuatro panelas. Esas pequeñas donaciones, recogidas casa por casa, llenaron bolsas que luego serían mercados para quienes, en San Cristóbal, cargan la vida más apretada que otros.

El mediodía cayó con su calor espeso. La Policía Comunitaria se reunió en la estación, donde la sombra es más leve que el deber, y organizó el recorrido. El comandante de estación encabezaba el grupo, seguido de la personera Liliana Teherán, que avanzaba con una libreta vieja en la mano, anotando apellidos, direcciones y urgencias que nadie había dicho en voz alta. Antonio Ferrer —el cronista del pueblo en redes sociales— grababa cada momento con su celular, buscando el mejor ángulo para que el pueblo se reconociera en pantalla.

El puerta a puerta comenzó por Eduardo Santo, donde los perros ladran más por costumbre que por aviso. Luego siguió por Mamonal y El Triunfo, barrios donde las calles son angostas y las casas parecen estrecharse unas con otras para darse aliento. En Villanavi y Valmán, los niños salían al paso gritando “¡ya vienen, ya vienen!”, como si esperaran un desfile. Cada entrega llevaba un gesto distinto: una abuela que lloró sin decir palabra, un padre que apretó fuerte la mano del policía, una joven embarazada que recibió la bolsa como quien recibe un salvavidas.

Quince familias: quizá pocas para los que miran los números desde las oficinas de la ciudad; pero en San Cristóbal cada mercado tiene el peso de un alivio profundo. Aquí, donde el Canal del Dique trae peces pero también dificultades, donde los inviernos son duros y los veranos más duros todavía, cualquier gesto de solidaridad es un pequeño milagro cotidiano.

Ya en la tarde, cuando el sol empezó a bajar y el viento traía olor a agua reposada, el pueblo volvió a su ritmo lento. Don Eusebio regresó a su orilla. Rosalba recogió sus yucas. Los mangos cayeron como siempre, sin hacer escándalo. Pero algo había cambiado: por un día entero, San Cristóbal se sintió más familia que nunca.

Y aunque mañana las campanas de San Roque repiquen de manera ordinaria, en el bronce quedará guardada la memoria de esta jornada: la vez en que un pueblo del Canal del Dique decidió que la necesidad de unos era responsabilidad de todos. Aquí, donde el agua nunca deja de moverse, también la solidaridad aprendió a fluir.